Por un positivismo poético

Fragmento de su libro Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles. Barcelona: Anagrama, 2007. Págs. 109-127.




Demandar una actitud naturalista en el etnógrafo -de espacios públicos o de cualquier otra realidad- implica, en primera instancia, reclamar la vigencia del axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está ahí, y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamos con detenimiento. Cuando se habla del mundo se hace referencia a lo mismo que Paul Valéry definía como tal: "Llamo mundo al conjunto de incidentes, de órdenes, de interpelaciones y de solicitaciones de todas clases y de todas las intensidades que sorprenden al espíritu, que lo conmueven, que lo desconciertan". En efecto, se está hablando aquí, ciertamente, de una actitud, una predisposición a entender que la etnografía -primer paso de cualquier indagación antropológica- es ante todo una actividad perceptiva basada en un aprovechamiento intensivo, pero metódico, de la capacidad humana de recibir impresiones sensoriales, cuyas variantes están destinadas luego a ser organizadas de manera significativa. El trabajo etnográfico consiste pues en una inmersión física exhaustiva en lo tangible -esa sociedad que forman cuerpos móviles y visibles, entre sí y con los objetos de su entorno-, con el propósito de, en una fase posterior, convertir las texturas en texto -la etnología- y el texto en análisis que permitan hacer manifiesto el sentido de lo sentido: la antropología propiamente dicha.

Esta postulación no ignora la evidencia de que no podemos concebir la realidad observada como independiente del observador, de acuerdo con un idealismo objetivista que hoy casi nadie estaría en condiciones de sostener. No se ignoran ni se soslayan preguntas fundamentales ante la monografía etnográfica, como son: ¿hasta qué punto pudieron, supieron o quisieron sus autores evadirse del peso de la autoría personal?; ¿cómo ignorar, en literatura etnológica, la responsabilidad del lenguaje?; ¿cómo percibir dónde acaba lo descrito y empieza aquel que describe? Es decir no se olvida que la literatura etnográfica es un área donde reverbera la cuestión más general de cómo se asocia la palabra escrita con la vida, y, más allá, todavía, la del tema filosófico mayor de la posibilidad misma de la verdad. Es decir, no se olvida que el etnógrafo pretende aplicar su vocación naturalista sobre un objeto de estudio -el ser humano-, sobre el cual inevitablemente incide, pero que tiene a su vez la virtud de incidir sobre aquel que lo estudia. El antropólogo, en este caso, trabaja sobre una realidad que le trabaja. Otra cosa es que se reconozca como pertinente esa querella que enfrenta en diversos frentes lo “subjetivo” y lo “objetivo” en las ciencias humanas y sociales, en una dicotomía cuyos términos son más que discutibles.

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Se defiende, pues, que nada debería justificar una renuncia a la observación directa de los hechos sociales y al intento honrado de -con todas las limitaciones bien presentes- explicar posteriormente lo observado, en el doble sentido de relatarlo y advertirlo en tanto que organización. Es más, esa necesaria aprensión sobre el papel de la autoría en los trabajos de antropología no tiene nada de incompatible con la vindicación de un reforzamiento en su centro del viejo paradigma de la racionalidad explicativa -por emplear la terminología de Dilthey-, que la rescate del desarme que ha constituido la preeminencia en una última etapa de la antropología interpretativa, de una antropología posmoderna devenida antiantropología y de la competencia desleal ejercida desde los llamados estudios culturales, con su énfasis en lo imaginario y en la supuesta autonomía de los hechos culturales. Esa disolución de la antropología en la retórica hermenéutica y la hegemonía de lo discursivo -representar representaciones- ha implicado en buena medida un desmantelamiento del plan con que la antropología nació de constituirse en una ciencia de la observación y la descripción de lo dado, en busca de los principios que lo rigen y sus alteraciones.

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Resulta interesante ver en qué forma el naturalismo literario ha tenido una continuidad en obras y autores que aparentemente rompieron con la tradición. Joyce, Proust y Musil, escritores tan asociados al surgimiento de las vanguardias del siglo XX, no sólo no negaron la obsesión descriptiva del naturalismo sino que exacerbaron su intención central de agotar todo lo que se sometiera al imperio de los sentidos, siendo la nueva naturaleza por inventariar con el máximo escrúpulo y detalle la vida urbana, los objetos cotidianos de apariencia más irrelevante, los acontecimientos más minúsculos o incluso la propia subjetividad.1 Quien recoge esa herencia es el nouvel roman francés, con autores como Robbe-Grillet, Michel Rio y muy especialmente Georges Perec, cuya escritura -piénsese en Las cosas o La vida, instrucciones de uso- merecería ser reconocida como una fuente de inspiración y un modelo de lo que podría ser esa etnografía de la vida en espacios urbanos de la que aquí se postula la urgencia.

Algo parecido podría decirse en relación con el naturalismo pictórico del XIX, cuya herencia ha sido recogida por un determinado tipo de cine tanto documental como de ficción. No es casual que una de las reflexiones más profundas que se hayan hecho sobre la labor de compilar lo que está ahí, a veces casi como desechado o insignificante, haya sido la película Les glaneurs et la glaneuse, de la directora francesa Agnès Varda (1999), una meditación visual sobre la vigencia del gesto de agacharse para recoger cosas del suelo que Jean-François Millet supo retratar de manera sublime en su cuadro Las espigadoras, expuesto por primera vez en el Salón de París de 1857. Homenaje de Varda a Millet y a las campesinas indigentes del cuadro, que son autorizadas a recoger lo que los jornaleros han desdeñado. Tributo también a todos los seres humanos que en nuestros días continúan mimando a su mismo ademán de encorvar su espalda para tomar lo que otros no han querido: traperos, rebuscadores en la basura, recicladores, recogedores de resto de cosecha... Entre ellos, la propia cineasta -por extensión, el propio etnógrafo- que es la espigadora a la que se refiere el título del film y que no hace sino eso mismo: recolectar instantes semejantes a esos objetos viejos, gastados o humildes que otros rescatan entre la inmundicia o del suelo. Pero en ese homenaje a Millet hay algo más que un elogio de una humanidad hiperconcreta -ese cuerpo que trabaja inclinándose-. Hay también una llamada en favor de recuperar ese giro posromántico que el naturalismo pictórico encarna y que encuentra lo esencial, como señalan Deleuze y Guattari. Traslación que la etnografía urbana debería reeditar y que entiende que lo que importa no son las formas, las materias o los temas, sino las energías, las densidades y las intensidades.


La espigadora y las espigadoras de Agnès Varda





Más del positivismo poético de Manuel Delgado.

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VJ: Lirba Cano

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