Novelas y niños

extraído del libro de ROLAND BARTHES (1970), Mitologías.
Madrid: Paidós, 1999. Págs. 57-59.



Si uno creyera en Elle, que hace poco congregó en una misma fotografía a setenta mujeres novelistas, la escritora constituye una especie zoológica notable: da a luz, mezclados, novelas y niños. Se anuncia, por ejemplo: Jacqueline Lenoir (dos hijas, una novela)- Marina Grey (un hijo, una novela); Nicole Dutreil (dos hijos, cuatro novelas), etcétera.

¿Qué quiere decir esto?: escribir es una conducta gloriosa, pero atrevida; el escritor es un “artista”, se le reconoce cierto derecho a la bohemia. Como en líneas generales está encargado, al menos en la Francia de Elle, de dar a la sociedad las razones de su buena conciencia, hace falta pagar bien sus servicios: tácitamente se le concede el derecho de llevar una vida un tanto particular. Pero cuidado: que las mujeres no crean que pueden aprovechar ese pacto sin someterse primero a la condición eterna de la femineidad. Las mujeres están sobre la tierra para dar hijos a los hombres; que escriban cuanto quieran, que adornen su condición, pero, sobre todo, que no escapen de ella: que su destino bíblico no sea turbado por la promoción que les han concedido y que inmediatamente paguen con el tributo de su maternidad esa bohemia agregada naturalmente a la vida de escritor.



Sean atrevidas, libres; jueguen a ser hombre, escriban como él; pero jamás se alejen de su lado; vivan bajo su mirada, con sus niños compensen sus novelas;avancen en su carrera, pero vuelvan en seguida a su condición. Una novela, un niño, un poco de feminismo, un poco de vida conyugal; atemos la aventura del arte a las sólidas estacas del hogar. Uno y otro se beneficiarán enormemente con ese vaivén. En materia de mitos, la ayuda mutua se practica siempre con provecho.

Por ejemplo, la musa trasladará su sublimidad a las humildes funciones hogareñas; y en compensación, como agradecimiento por ese acto generoso, el mito de la natalidad otorga a la musa, a veces de reputación un tanto ligera, la garantía de respetabilidad, la apariencia conmovedora de una guardería de niños. Todo es inmejorable en el mejor de los mundos —el de Elle: que la mujer tenga confianza porque puede acceder perfectamente, como los hombres, al nivel superior de la creación. Pero que el hombre quede tranquilo: no por eso se quedará sin mujer; ella, por naturaleza, no dejará de ser una progenitora disponible. Elle representa con soltura una escena a lo Moliere; dice sí por un lado y no por el otro, se desvive por no contrariar a nadie; como Don Juan entre sus dos lugareñas, Elle dice a las mujeres: ustedes valen tanto como los hombres; y a los hombres: su mujer siempre será sólo una mujer.



El hombre, en una primera instancia, parece ausente de ese doble nacimiento; niños y novelas parecen venir tan solos unos como las otras, pertenecer sólo a la madre; a poco, y a fuerza de ver setenta veces obras y chicos en un mismo paréntesis, se podría llegar a creer que todos son fruto de imaginación y de ensueño, productos milagrosos de una partenogénesis ideal que daría a la mujer, en un acto, las alegrías y goces balzacianos de la creación y las tiernas alegrías de la maternidad. Pero ¿dónde está el hombre en este cuadro familiar? En ninguna parte y en todas, como un cielo, un horizonte, una autoridad que, a la vez, determina y encierra una condición. Tal es el mundo de Elle: allí las mujeres siempre constituyen una especie homogénea, un cuerpo constituido, celoso de sus privilegios y aún más enamorado de sus servidumbres; el hombre nunca está en el interior de ese mundo, la femineidad es pura, libre, pujante; pero el hombre está alrededor, en todas partes, presiona en todos los sentidos, hace existir; desde la eternidad es la ausencia creadora, como el dios racineano. Mundo sin hombres, pero totalmente constituido por la mirada del hombre, el universo femenino de Elle es exactamente igual al gineceo.

En toda la actitud de Elle existe un doble movimiento: cerrar el gineceo primero, y entonces, sólo entonces, liberar a la mujer dentro de él. Amén, trabajen, escriban, sean mujeres de negocios o de letras, pero recuerden siempre que el hombre existe y que ustedes no están hechas como él. El orden de ustedes es ubre a condición de que dependa del suyo; la libertad de ustedes es un lujo, sólo es posible si de antemano reconocen las obligaciones que les impone su naturaleza. Escriban, si quieren, y todas nos sentiremos orgullosos de ello; pero no por eso olviden de hacer niños, pues corresponde al destino de ustedes. Moral jesuíta: acomoden a su favor la moral de su propia condición, pero nunca duden del dogma sobre el que se funda.


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Gracias a Frank por la recomendación del libro del que hemos extraído este texto.

Comentarios

Leonardo ha dicho que…
No cabe duda, puros altos vuelos
bettersaul ha dicho que…
ro de él. Amén, trabajen, escriban, sean mujeres de negocios o de letras, pero recuerden siempre que el hombre existe y que ustedes no están hechas como él. El orden de ustedes es ubre a condición de que dependa del suyo; la libertad de ustedes es un lujo, sólo es posible si de antemano reconocen las obligaciones que les impone su naturaleza. Escriban, si quieren, y todas nos sentiremos https://conpeht.net/biografia-de-summer-mckeen/